Érase una vez un caballo y un asno que ivan caminando juntos cuando derrepente...
-¡No! -dijo el obstinado caballo, y golpeó enojado el suelo, como un niño mimado.
-¡Por favor! -gimió el asno, con lastimero acento, bajo su pesada carga- ¡Quítame una parte de esta carga, o el peso me matará!
Pero el caballo respondió con desdén: -¿Qué me importa a mí tu carga?
Y ambos siguieron su camino, recorriendo
trabajosamente, uno detrás de otro, el sendero que serpenteaba por la
ladera de la montaña. El caballo bailoteaba alegremente al mordisquear
la tierna hierba. Pero el asno, con la cabeza baja, ahuyentando con la
cola a las torturantes moscas, jadeaba penosamente mientras avanzaba
bajo aquel peso abrumador.
De pronto, desfalleció. Se le doblaron las rodillas y se desplomó..., muerto.
Su amo, que iba varios pasos más atrás, vio lo
sucedido y corrió hacia él. Rápidamente soltó las correas que sujetaban
la carga al lomo del asno y la puso sobre el del caballo, cargando,
además, a éste, con el animal muerto.
-¡Esto es terrible! -dijo el caballo, jadeante-.
Me resulta insoportable transportar toda la carga y, además, el cuerpo
del asno. De haber sabido que sucedería esto, le habría ayudado
gustosamente. ¡Me habría resultado mucho mejor!
